Algunos paréntesis para entender a El Quijote
Vencido por la realidad, por España, Don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Jorge Luis Borges
Con tantas, pero no tan jocosas penurias, llega este breve comentario sobre el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, con la intención de dejar en manifiesto algunas inquietudes procedentes de la lectura.
El Quijote (con más cuerpo y presencia que El caballero inexistente de Calvino, con menos escrúpulos y protocolo que Amadís, con el brío de Roldán y de otros protagonistas de gestas) se levanta entre los personajes literarios como el padre de la trasgresión en nombre de Dios y la justicia (el primer superhéroe de nuestra cultura). Don Quijote (el más particular de los andantes, es una de las figuras más conocidas de nuestra lengua, con su raquitismo y entusiasmo, junto con su no menos huesudo caballo y su desproporcionado vasallo), dio, da y seguirá dando vueltas al mundo, impulsado por la más suave locura de sueños y esperanzas suprasistemas.
La vena que alimenta la emoción de los tomos que conforman la obra, podría señalarse como el furor humano, (colapso de vida, palpitar frenético, furioso y sinfónico) capturado en un proceso de observación y denuncia infatigable. Cervantes nos acusa de olvidar lo infinitamente posible, de tildar de estúpida a la fantasía (a través de los señalamientos de un narrador al cual las ingenuas acciones del caballero no le producen ni el más mínimo sentimiento de conmiseración o admiración; el narrador que sabe dónde está el error, la falta de cordura, el desvarío, y no tarda en advertirnos que se presenta ante nuestro caballero un alto barranco. Cervantes nos despierta de nuestro inusitado amor por el andante, con una versión inquisidora de sus actos).
El Quijote es un libro desgajable (vale decir que cuando abres una mandarina, te encuentras con esos gajitos, y cuando abres cuidadosamente estos últimos, puedes encontrar el jugo del asunto), se podrían leer en sus siluetas otras historias, en cada uno de sus entuertos hay un mundo de significantes, en los colores que Cervantes describe encontramos razones (no podemos creer que la casualidad condujo las letras del Manco de Lepanto, un buen lector, según pienso, debe tener fe en sus autores, debe confiar que cada letra está puesta en un sitio con todo la intencionalidad y alevosía posible) de trascendencia, denuncias, burlas y abstractos (por ejemplo, las vestimentas de El Quijote, los experimentos fallidos de su resistencia ¿Qué mensaje quiso dejarnos Cervantes en todas sus letras? O la alimentación del primer párrafo, ¿qué hay en esos detalles? No creo que sea difícil conseguir la respuesta; elucubro que una de las principales razones debe ser dejar al descubierto la falsa estrategia del caballero; siguiendo el mismo plan del narrador, como fuerzas contrapuestas, una, el caballero que intenta llevarnos tras su senda alucinada; la otra, el narrador que nos amarra a la realidad con crudeza, actitud que produce en el lector una presión final, un estallido, clamor de libertad, necesidad de seguir los pasos de Don Quijote, como los de un mesías).
El primer capítulo del primer tomo, nos ofrece un panorama de la situación quijotil. Nos da ubicación geográfica de nuestros personajes, sus antiguas costumbres (cuando era un simple mortal, un hombre común que padecía y gozaba de la simpleza, mientras disuadía el ocio en las interminables lecturas de novelas de caballería) (cabe destacar que Borges lamenta no conocer más sobre Alonso Quijano), e inmediatamente nos invade con el accionar de la locura (quizás una locura mal entonada, que no deja de ser convencimiento de una causa, más que locura trastornada). Como si fuera un acto divino (o adánico), el personaje (supuestamente cuerdo) empieza a formar su mundo, lo nombra, lo transforma, necesita cambiar su nombre y el de su derredor para encontrarse en un espacio diferente, vive en la dimensión que su locura ha fraguado, la cosmovisión por la cual luchará en el transcurso de toda la obra (lucha que no es contra enemigos externos, ni gigantes caraculiambros, sino contra su propia razón, que amenaza detener su aventura con “lúcidos resplandores”).
Para entender a El Quijote, hay que sentirse Quijote (sentirse su amigo, tal como lo hizo Borges), navegar y alimentarse de sus fantasías (tan reales y puras para él), hay que sufrir sus golpes y admirar sus luchas, hacerse escudero o emprender una gesta andante, ¡sentirse un Quijote!, hacerse uno a fuerza de constancia y sudor, acompañarlo a lo largo de su historia, verlo morir (y luego ver morir a Quijano). Para entender a El Quijote, primero que todo debemos creer en él.
La existencia quijotil
En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que creemos en su realidad
Jorge Luis Borges
Si entendemos la literatura como un cúmulo de razones posibles, un amasijo abstracto de ideas que tienen en común la búsqueda de una reacción artística, la confrontación de la realidad y lo ficticio, el sentido de la belleza, un placer espasmódico que conduce a la imaginación por el litigante torbellino de palabras sucesivas; si entendemos la literatura como una trama verosímil, podremos creer que Don Quijote de la Mancha, el nunca alabado como se debe, es un ser, es decir, existe.
Voces con propiedades sentenciosas de la literatura universal, han levantando su mano para exponer su opinión sobre este dilema; con teoremas interesantes lograron explicar la posible existencia y presencia del caballero de la triste figura. Podríamos parafrasear a Miguel de Unamuno diciendo que la figura del manco escritor, guerrero de Lepanto, pintoresco hombre de letras que era acosado por el hambre, quedó sumisa y dómita ante la esfinge colosal en la que se convirtió su creación: Don Quijote opacó a Cervantes… quien existe es el caballero andante y Cervantes es simplemente el que contó su historia.
Esa despersonalización que propone Unamuno tampoco logra convencernos del todo. ¿Quién es el protagonista? ¿Quién encarna a quién? Creación, creado. ¿En qué plano somos más trascendentes? ¿Quiénes somos cuándo creamos? ¿Lo que creamos llega a ser, o se disuelve en el intento?
Para confiar en la existencia de un personaje debemos recurrir a la evidencia. En un lugar de La Mancha es de nuestro conocimiento que el caballero que referimos tuvo aposento; un académico de la Argamasilla que noblemente escribió versos a Dulcinea, El Quijote y sus ilustres compañeros, también certifican su existencia. Podemos reconocer también zonas y nombres que la historia (aunque sea dentro de la ficción) nos garantiza como ciertos. Pero lo que le da más valor a todo es que la trama es posible; es factible que un hombre imite (como algunos lo hacen) la conducta de sus héroes o líderes, y en esa enajenación se enfrente a molinos de viento diciendo: No fullades cobardes que un solo caballero es quien os acomete; se asuma libertador de doncellas secuestradas cuando apenas es un tropiezo en insensibles caravanas. ¿Cuántos Quijotes conocemos? ¿Cuántas veces nos hemos reído de algún espectral enamorado que pinta flores y ángeles alrededor de su amada-dueña?
Creemos en la voluntad del Ingenioso Hidalgo porque sus llamados son los mismos clamores del alma humana. No hace más que exigir la atención de un mundo que se queda sin oxígeno. Parapléjico universo que años más tarde, imbuido también en la alucinante lectura de El Quijote, lograría enunciar y denunciar el bien amado por la modernidad, Francisco de Quevedo.
Creemos que el Quijote existe, porque en el fondo somos Quijotes también, anhelamos la aventura desprovista de enmiendas y arreglos, una aventura que no tenga más rumbo que la voluntad de nuestro caballo. Somos Quijotes, a veces somos Sanchos, pero siempre tenemos un poco de literatura en el alma y en la conducta. Nos vemos rodeados de hechos literarios, de sucesos que se parecen demasiado a lo que ocurre en la tímida habitación de los libros, porque ellos son parte, contraparte y reflejo del gran claustro que llamamos realidad.
Cervantes y Borges: a un quijote de distancia
En uno de mis libros favoritos de Jorge Luis Borges, El Hacedor, el maestro escribió un texto que siempre ha trasgredido mis ideas, me ha hecho reír, ha llevado mis dudas a su máxima expresión. Las conjeturas de “Un problema” son fascinantes, a razón de ser un enunciado digno de resolución matemática, Borges presenta una situación: “Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli…”
En un ensayo que Borges llamó “Mi entrañable señor Cervantes”, publicado en El Papel Literario de El Nacional (1/8/1999), deja al descubierto su emotiva percepción de El Quijote, lo llama amigo, cree y da fe de su existencia. Para él El Quijote es real, mas no sus aventuras. Pero la pregunta que nos embarga, ¿qué es esta suculenta trama que da cabida al pequeño texto de Un problema? Quizá sea el (tras)paso de lo verosímil: lo que puede ser real ha traspasado la barrera y permite a un hombre como Borges (en unos textos de ficción) preguntarse ¿qué pasaría si Cide Hamete Benengeli hubiera existido de verdad? (el texto en su totalidad no trata eso, pero ese primer párrafo atrae mi atención).
¿Qué quedaría para Cervantes, si los lectores creyéramos al pie de la letra su maravillosa historia? Si eso fue así ¿cuál sería el verdadero mérito de Miguel? (Creo que si olvidamos todo el grueso Quijote, y nos quedamos con el prólogo del primer tomo y los versos que ceden y anteceden a la novela, ya tenemos suficientes barras de oro para levantar la estatua de Cervantes).
El problema que nos plantea Borges es qué haríamos nosotros si nos encontráramos con los manuscritos arábigos, y al igual que en narrador de Cervantes, emprendiéramos (conociendo las actitudes de El Quijote, que ahora creemos que verdaderamente perteneció al autor árabe) la divertida (juro que Cervantes se divirtió mucho, tanto como nosotros al leer, y creo que más) tarea de darle fin esa nueva situación quijotesca… (“en el texto leemos que el héroe (…) descubre, al cabo de muchos combates, que ha dado muerte a un hombre”).
Hermosamente cínica la ambición de Borges, pero la resolución de ese problema no me llama tanto la atención como la intención del autor argentino en descubrir nuevos modos para la lectura de El Quijote.
Al finalizar el libro encontramos que, como dice el mismo Borges, si conocemos muy bien al ingenioso hidalgo, entonces seríamos capaces de hacer diferentes lecturas. Cervantes, supongo, fue conociendo a Don Quijote y a Sancho a medida que les iban dando rienda en el campo de La Mancha: mientras más grande se hacía la hoguera, más conocía Cervantes del fuego. Así mismo, después de las lágrimas del último capítulo, después de conocer el penoso deceso de nuestro héroe, de conocer cómo la fría realidad se coló en su alma y lo condujo al sepulcro, nosotros (junto con Cervantes, creo) habremos conocido todas las etapas de ese fuego: la obra estaría abierta, enteramente, a nuestra imaginación, podríamos soñar, y no equivocarnos, con las actuaciones del Quijote de nuestros sueños, porque conoceríamos lo mismo que conoció su creador, y podríamos, igual que él, darle forma. Entonces ¿por qué acusar a Cervantes de poner punto final a la historia?
El Quijote es una obra que hace felices a los hombres, como afirma Borges. Entiendo en Borges la felicidad como esa sonrisa que nos libera el reflejo de un espejo. Comprendo la completa apertura de la obra de Cervantes, a través de los textos de Borges, en el tejido de los mitos que dan vida y matan (según Borges en otros textos, pero específicamente en el texto La parábola de Cervantes y del Quijote), así como los centenares de recreaciones de las que ha sido víctima la obra (que la ha despojado de su condición unívoca de obra terminada para eternizarla de posibilidades).
“Podemos decir que es un conflicto entre los sueños y la realidad”, dice Borges del tema de la obra, y justifica todas las historias inmersas en ella a partir de este eje temático que sería el dominador e hilo conductor: “un conflicto entre los sueños y la realidad”. Yo sería más específico (aunque Borges lo explica diez veces mejor y con más gracia), lo que hace a esta novela la madre de todas las de su género en nuestra lengua, es la construcción de un personaje que goza de PRESENCIA (por consiguiente existencia) en nuestra mente, y con ella es capaz de zigzaguear entre lo real y lo ficticio, lo humano y lo divino.
Quijote, en síntesis, es sinónimo de humano (en el pleno uso de la categoría Humanidad), de sublime a la vez de profano; Quijote es aventura y desmedro, él lucha por ideales envueltos en una rimbombante nobleza; pero a la vez es aprendizaje y reescritura, es denuncia y propuesta, es cambio. El Quijote legó al futuro una silueta gris, difusa y acompañada (que cada cual, al poseerlo, puede ilustrar a su gusto). El Quijote es monólogo de alma, debatir de conciencias (Quijote–Sancho), historia de versiones paralelas (el narrador empecinado en demostrar las locuras y burlarse de los desatinos, y el caballero ansioso por conducirnos a través de sus razones por la senda de los justos, con su elocuencia y simpatía de loco); es la historia de un único suceso, de un solo protagonista, de una sola razón, traducida en cientos de símbolos y signos, una historia de corto nombre: HOMBRE.
(La historia que todos nacimos con el derecho de corregir)
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